La tragedia social que estremece a Tucumán es la muestra más estremecedora del fracaso del proyecto político del pejotismo que gobierna desde 1999. Con aberrante coherencia, las respuestas del Gobierno local son de la misma factura negacionista que la extendida por las administraciones que lo precedieron. Es que la matriz cultural es la misma: sólo han ido rotando los gerenciadores, pero se ha mantenido inalterable el funcionariado y, con ello, la esencia del régimen: los tucumanos no son, ni remotamente, la prioridad de estas gestiones.
La ventana hacia esa sociedad estallada, en la cual sólo hay conflicto, es la muerte de Facundo Ferreira, el niño de 12 años al que un tiro en la nuca le robó todo lo que era. Y lo que pudo ser.
La enormidad de cuestiones que proyecta esa desgracia no puede ser reducida sólo a debates en torno del gatillo fácil, o de la “Doctrina Chocobar” (por el policía que en Buenos Aires mató a un ladrón luego del asalto y apuñalamiento a un turista), o de quiénes son las víctimas y quiénes son los victimarios. Todas esas discusiones atomizadas sólo dispersan elementos concurrentes a un mismo espanto: una conflictividad social que ya ha explotado.
El entorno que rodeó la breve vida de Facundo (y de miles de otros “Facundos” tucumanos) no es civilización, es barbarie. Es una marginalidad comparable a la de la favela Ciudad de Dios. Una realidad violentísima, hecha de casillas, hacinamiento, alcohol, maltrato físico, abusos sexuales, drogas, soldaditos apretando adictos, transas apretando soldaditos, policías apretando transas, familias enteras fumadas por el paco, chicas que se prostituyen por dosis y otras estéticas del abandono que se replican al infinito. Como la laguna de aguas podridas que, hasta esta semana, enfermó durante años a los niños que vivían en Los Vázquez. O los almuerzos en La Costanera Norte, cocinados sobre basura prendida fuego.
A Facundo y a su amigo de 14 años, que manejaba la moto, les dieron positivo sendos dermotest, las pruebas que detectan en la piel la presencia de pólvora. El mayor de los menores estuvo implicado hace dos años en el asesinato de un policía. Una ominosa niñez de parafina, condenada a una vida en las orillas: en los márgenes del río, de la ciudad, de la ley.
Respecto de la madrugada del 8 de marzo, cuando Facundo y su amigo fueron a disfrutar de la marginalidad de las picadas de motos, hay autoridades que argumentan con tono de sorpresa que Facundo y su amigo no se detuvieron ante la voz de alto de la policía. ¿En serio?
Dejando a salvo que en la fuerza de seguridad hay mujeres y hombres que se juegan la vida en el “servicio del deber”, resulta obvio (salvo para esas autoridades) que también hay de los otros. Muchos pibes como Facundo, cuando escuchan “alto”, oyen en realidad que los van a detener, que les van a quitar la moto, que les van a dar una paliza (como al esposado en el piso, boca abajo, al que un policía tucumano lo levantaba de los pelos, mientras otro filmaba y festejaba que lo hiciera imitar sonidos de animales, en 2014), que van a tener que pagar por izquierda para que los suelten, y que van a tener que pagar otra vez para liberar la moto.
En el medio, van a tener por un par de días síndrome de abstinencia porque no van a consumir drogas. Esto último, suponiendo que no vayan a toparse con un escenario como el del asesinato de Fernando Sebastián Medina en Villa Urquiza: el preso había denunciado que guardiacárceles lo obligaban a vender sustancias ilegales a otros reclusos, así que fue reubicado en una comisaría, pero en noviembre pasado fue devuelto a la prisión sin orden escrita: allí lo apuñalaron.
La Policía enfrenta un panorama también complejísimo. Lo primero que aprenden en la escuela es que quien tiene una mínima cuota de poder se halla legitimado para someter al otro a toda clase de vejámenes. Los ingresantes internados en 2017, que denunciaron haber sido torturados por su mera condición de recién llegados, comprueban que la Policía es una institución no democratizada. A lo que hay que agregar que, a menudo, los agentes son la excusa del Estado para hacer compras millonarias en equipamiento, sin que los uniformados, realmente, importen. Para el caso, el ministro de Seguridad, Claudio Maley, aseguró en su última visita a la Legislatura que los chalecos antibala que poseen están vencidos. Y a nadie le dio ni tos. Porque en Tucumán, el funcionariado no es responsable de nada. Todos son meros comentaristas de lo que ocurre en el Estado que administran.
Esto, por cierto, para no indagar en los temores de algunos funcionarios, que son certezas entre algunos legisladores: la muerte de Facundo ocurre justo en la bisagra de la política de seguridad, la inauguración del Ministerio y el cambio del secretario del área. Casi como si fuera el más oscuro de los mensajes. En horario para que el primer secretario de esta nueva etapa, Miguel Gómez, durara menos de 90 días.
Y en medio, la droga. Infectándolo todo…
La conflictividad social no puede menos que ser brutal. El Gobierno no ha sabido en 20 años cómo solucionarla. Tampoco sabe cómo hacerlo ahora. La Policía, menos. Entonces, Facundo terminó con un tiro en la nuca. Ninguna solución final puede ser considerada una solución.
Esta violencia de sujetos con nombre y apellido, con padres y madres, no es un episodio aislado, ni es un brote, ni mucho menos es una locura. Esta violencia subjetiva es la manifestación de una violencia objetiva que hemos naturalizado. A todos escandaliza que un niño, con pólvora en la mano, haya muerto por un tiro policial. Pero a nadie alarma que en la provincia más pequeña vivan aquellos que nada tienen al lado de aquellos a los que todo les sobra. Esa violencia del sistema es la madre de las otras violencias.
La inseguridad no es hija de la pobreza, sino de la inequidad. El PBI “per capita” de Paraguay (U$S 4.100) es la mitad que el de Brasil (U$S 8.700). Pero el índice de asesinatos de Brasil (27 cada 100.000 habitantes) triplica al de Paraguay (9 cada 100 habitantes). ¿La razón? La explica el Coeficiente de Gini, que va de 0 (la igualdad suprema) a 1 (la desigualdad absoluta). En Paraguay el índice se ubica en 0,4 y en Brasil en 0,5.
Nuestra tragedia social denuncia que la inequidad es aberrante. Crónicamente aberrante.
Facundo y su amigo son hijos de la democracia pavimentadora, dentro de cuyo paradigma (canjear democracia por cordón cuneta) fueron formados los policías que les dispararon.
Esos niños y esos hombres viven en esta Ciudad de Dios donde la desnutrición más oprobiosa fue real. Dos docenas de pequeños murieron por culpa del hambre (que es igual a morir por culpa del hombre) en 2002, durante la gobernación de Julio Miranda, de la que José Alperovich fue, sucesivamente, ministro de Economía, senador y crítico más acérrimo y desmemoriado.
A esa mortandad de niños siguió una reversión que la oposición denunció como una maniobra negacionista: Tucumán pasó en un par de años (los primeros del alperovichismo, con Juan Manzur como ministro de Salud Pública) a tener tasas de mortalidad infantil similares a las de Europa, pero con índices de mortalidad fetal superiores a los de Formosa. José Cano denunció la presunta manipulación de esas estadísticas. Alperovich lo tildó de “infame”, pero sin dar explicaciones sobre la situación. Después, 50.000 historias clínicas de recién nacidos se perdieron: las mudaron durante un verano al subsuelo de la Maternidad, olvidando que el subsuelo de la Maternidad se inundaba en verano…
Durante el alperovichismo, el negacionismo hizo ingentes esfuerzos por tapar la marginalidad creciente. La vocera fue la primera dama provincial, como diputada y como senadora.
Las críticas periodísticas del celebrado escritor Tomás Eloy Martínez hicieron de él un “ex tucumano” para la dirigente: al exhibir la dudosa grandeza del populismo grandote, ella dijo que, “lamentablemente, (Tomás Eloy) no le hace bien a Tucumán”. A los inundados del sur provincial les dedicó un diagnóstico: ninguna riqueza es culpable de la pobreza que genera sino que, por el contrario, la pobreza (resultado de la ociosidad de los pobres) sólo fastidia la comodidad de la suntuosidad. “¡Yo tengo 10 mansiones, no una, y estoy acá! ¡Yo puedo estar en mi mansión ahora, pedazo de animal, vago de miércoles!”
“La prostitución existe y existirá siempre”, fue su reflexión tras el fallo absolutorio en el juicio por Marita Verón. Cuando Mercedes Figueroa, de seis años, murió apuñalada por quienes habían tratado de abusar de ella en el barrio Echeverría, la culpa era de los padres de la niña: “No podemos tener al señor Estado a la par de una familia borracha”. Por caso, a una mujer que pedía ayuda para su hijo adicto le respondió: “Tenemos que cuidar a nuestros hijos en vez de andar marchando”. Y ni hablar del consuelo a Dora Ibánez, cuyo hijo se había suicidado para escapar de la peor manera al horror de la adicción a las drogas: “Al menos ahora, Dora, vas a poder dormir tranquila, porque tu hijo no está más en la calle”.
Todas fueron respuestas al escarnio de una marginalidad que no paraba de crecer ni de condenar a generaciones de tucumanos.
El actual Gobierno contesta con idéntico negacionismo. Sancionaron una ley que habilita la prisión preventiva para delitos específicos (motochorros, escruchantes, rompevidrios), lo cual ha sido declarado reiteradamente inconstitucional en todo el país. O sea, el Gobierno que no tiene dónde alojar a los actuales detenidos (el nuevo secretario de Seguridad, Luis Ibáñez, ha dicho que solucionar la crisis carcelaria es su prioridad) quiere detener más gente, para seguir atacando las consecuencias de la marginalidad, en lugar de emprender la erradicación de la marginalidad misma. ¿Qué van a hacer cuando los motoarrebatos y los atracos a autos y a casas no disminuyan? ¿Prohibirán las motos? ¿Erradicarán los semáforos para que nadie se detenga en las esquinas? ¿Darán subsidios a las familias para la compra de puertas blindadas?
Dice el Gobierno, sin que muchos opositores lo contradigan, que con esa norma y con la designación a mansalva de precarios jueces subrogantes (sus sueldos de seis cifras sin Impuesto a las Ganancias dependerán del dedo del gobernador) hay más herramientas para enfrentar “la inseguridad”. Porque no hay una tragedia social sin escalas en Tucumán, sino sólo algunos asaltos en las calles que generan una “sensación”.
Parece que estamos a la buena de Dios, pero en realidad estamos en la Ciudad de Dios.